sábado, 18 de enero de 2014

El barrio de los olvidados - Pere Ll. Mataró

Paso cada día por el barrio de los olvidados,
rápido, muy rápido, todo lo que mis piernas cansadas me permiten.
Paso con vergüenza, tapándome el rostro con la excusa del frío,
aunque sé que ellos piensan que es por ellos.

El asfalto húmedo por las lágrimas del desespero,
guarda charcos llenos de dolor,
el dolor de los sin nombre, de los sin techo, de los sin nada.

Pisando las calles de la soledad y la incertidumbre,
donde la gente busca en los contenedores la dignidad perdida,
donde el hambre es su única preocupación.

Esta mañana mis pies se apresuran a caminar para alejarme de la marginación, mientras las miradas de los más “ricos” del barrio se clavan en mi deambular desde los mugrientos bares, donde riegan su pobre espíritu
con alcohol de quemar realidades.

Me apresuré a alejarme de aquella espiral desolada por la miseria,
de aquellas calles vacías de esperanza y repletas de indiferencia,
mientras mi mirada ansiaba ver un paisaje idílico fuera de aquella inmundicia
fruto de la sinvergüencería social.



Una vez alejado de aquella pesadilla real, me senté en un banco del parque a retomar
el aliento perdido por mis acelerados pasos.

Allí entre la quietud de los arboles,  recordé mis pasos por aquella mañana,
el sol inundaba los poros de mi piel, llegando a deshacer el frío helado del paseo por la cara oculta de la humanidad.

Entonces recordé mi complicidad con la realidad de aquel barrio,
el peso de mis silencios delataban la neutralidad de mi cobardía.
La neutralidad es prudente cuando no te metes donde no te llaman,
pero no ayuda a cambiar las cosas.

Tras comer en un decente restaurante, un suculento menú de 12 euros,
con la tripa caliente empece el camino de vuelta.

Eché de nuevo a andar, tapándome para ser desconocido conforme me acercaba al barrio de los olvidados.

Allí estaban aún, sentados en el suelo, apoyados y desprotegidos; pero con apariencia fuerte y seguros de su miseria.

Me senté a su lado compartiendo sus miserias y sus tristes historias, como si de un acto de misericordia se tratase,
llenándome de sus risas a cuenta de sus miserias convertidas en chiste.

Al caer la tarde, tras haberles invitado a unos cafés con leche y magdalenas en un lúgubre bar donde las moscas alegraban con su baile la estancia, convencido de que eso era lo único caliente que habían tomado desde hacia días, y con la consciencia apaciguada, regresé a mi decorado estático e impasible barrio, donde se  guardan las apariencias de la dignidad, donde las calles están pintadas de fantástica rutina y pasividad.

Entré en mi portal, abrí el buzón, recogí la correspondencia...
Solo eran recibos bancarios... Ya nadie escribe cartas como antes,
subí las escaleras más deprisa de lo habitual, abrí la puerta de mi casa,
y una vez dentro, me tumbe en mi sofá, encendí el televisor y sentí lo afortunado que era en formar parte de ese mi otro barrio…

O tal vez era un estúpido más que daba la espalda a la verdadera realidad.

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