domingo, 29 de diciembre de 2013

Oniria - Sonia Ramírez



Oniria vivía en las nubes y se alimentaba de sueños. 

Etérea como el aire, los pájaros que habitaban en su cabeza la sujetaban con sus alas e impedían que se cayera.

A ver si pones los pies en la tierra, coño, le decía la gente. 
Que ya tienes edad.Pero Oniria intuía que en el suelo se perdía la capacidad de imaginar. Sospechaba que una vez en la tierra, todo se volvería demasiado definitivo, que sus sueños se diluirían hasta convertirse en grises y monótonas realidades.Nunca los pondré —decía ella desafiante— 
Voy a seguir en mis nubes, imaginando mundos de colores y durmiendo en colchones de algodón de azúcar.Y mientras hablaba, Oniria despegaba y masticaba los hilachos de algodón de azúcar que se le habían quedado pegados al cuerpo.

Así vivió feliz en sus nubes, aislada y fantaseando con realidades alternativas, hasta que un día, volando más próxima a la tierra de lo normal, uno de sus pájaros se posó en un árbol. Oniria, mientras esperaba a que el pájaro volviera, pudo contemplar de cerca a aquel gran ejemplar de tallo leñoso, verde y brillante, tan estable y bien plantado, de grandes raíces y estable construcción.—Cedro—dijo el árbol—. Me llamo Cedro.—Oniria —dijo ella sonrojada—. Yo Oniria.Y durante algunos minutos se observaron. Lo suficiente como para quererse.—Te quiero —dijo el árbol—. 

Te quiero para siempre.—Yo también —dijo Oniria sonrojada—. Yo también te quiero. Para siempre.Y Oniria le habló entonces de sus nubes y de sus pájaros, e intentó llevárselo al terreno de los sueños.—Mira mis raíces —dijo el Cedro compungido—. Yo no puedo volar.Y le habló entonces de la tierra, y de las setas en otoño, y de los ríos y de las flores, y le propuso que fuera ella quién pusiera los pies en la tierra.—Pero eso es imposible —dijo Oniria consternada—.
Mira mis pájaros, perderían sus plumas y su brillo, sin volar se morirían.Y juntos lloraron desesperados por la impotencia de no poder mostrarse lo que cada uno consideraba la mejor manera de vivir.Un día, Oniria, sin poder soportar la distancia que le separaba de su árbol, quiso poner fin al sufrimiento y buscó una escopeta, maldijo su estampa tres veces y con lágrimas en los ojos disparó cinco veces al aire, lo que ahuyentó a sus pájaros y la precipitó con violencia al vacío. Mientras caía, Oniria cerró los ojos con fuerza esperando el golpe seco que la asentara para siempre en un suelo duro y terrible, cruel.

Sin embargo, las ramas del Cedro amortiguaron la caída y sus hojas la acunaron hasta depositarla suavemente en una tierra fértil y afrutada. Oniria sonrió con sorpresa cuando al mirar al cielo comprobó que sus pájaros seguían vivos, tan vivos como siempre pero ocupados ahora en proyectos nuevos y además reales. Se abrazó a su Cedro y gritó de alegría mientras descalza se revolcaba en la tierra. Cambió entonces el algodón de azúcar por flores de manzanilla, y las nubes por césped recién cortado. Y decidió que a aquel cambio le llamaría madurar.

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