queriendo ser mayores,
mientras jugábamos a ser héroes en un mundo donde todo nos venia grande.
Eramos jóvenes
que en nuestro ímpetu
encontrábamos constantemente la libertad, y muchas veces iba acompañada de la mano de la felicidad.
Nos comíamos el mundo a cada paso,
mientras hacíamos de los sueños realidades, y amar era un vértigo constante, dejándonos la piel en cada intento. No importaba las veces que teníamos que levantarnos tras la caída.
El tiempo no importaba,
era estático y pasaba lentamente, teníamos todo el tiempo del mundo
mientras nuestras pieles se iban curtiendo
con la brisa de los amaneceres.
Crecimos y maduramos,
tal como se esperaba de nosotros,
y descubrimos la ironía de la vida
al ver nuestro reflejo en nuestros brazos,
nuestra carne y nuestra sangre acunadas
entre los dedos que tanto acariciaron la vida.
Si, crecimos,
y algo se fue perdiendo al compás del tic tac
que empezábamos a escuchar.
La vida comenzaba a doler
llenándose de vacíos, de desilusiones,
esperanzas perdidas en andenes repletos de soledad
y abrazos fríos sin sentido.
Los amaneceres ausentes de recuerdos,
las miradas perdidas en el horizonte,
demasiadas lagrimas vertidas en el rompeolas de la soledad.
La inocencia de la niñez quedaba muy lejos,
demasiado para recordarla.
Fuimos los dueños de nuestras vidas,
y vivimos intensamente cada momento,
hasta que la vida nos devoró,
hasta quemar el alma.
Llevamos tiempo sintiendo
el dolor de la vida... Fuimos.
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